Francisco Tobajas Gallego
El
pasado día 18 de diciembre, en el salón de actos de Bantierra de Calatayud,
tuvo lugar la presentación del libro de fotografía Miradas de caminante, de José Luis Molina Remacha, que ha sido editado
por el Centro de Estudios Bilbilitanos. Este libro tiene el merecido honor de
inaugurar un «nuevo rumbo» en la colección Calatayud en la fotografía, que va a
prestar atención al bello y variado paisaje de la Comarca Comunidad
de Calatayud. Por ello la nueva colección que comienza ahora su andadura, se
llamará La Comunidad
de Calatayud en la
Fotografía.
José
Ramón Olalla, en el prólogo de este libro, señala que José Luis Molina comenzó
en el mundo de la fotografía hace escasamente ocho o nueve años. Desde entonces
le hizo partícipe de su enorme entusiasmo por la fotografía. Ello le llevó a introducirse
en el complejo trabajo del procesado digital de fotografías, consiguiendo unos
buenos resultados. Esta experiencia la compartió con propios y extraños en
foros de internet. Con los años, José Luis Molina ha pasado de aprendiz
adelantado a maestro, que enseña y comparte en cursos de imagen y procesado, su
experiencia en solitario y autodidacta.
El
caminante José Luis Molina conoce bien los paisajes y los caminos de la comarca
de Calatayud, que mira con ojos de caminante, pues dos pasiones se unen y se
complementan en él, el senderismo y la fotografía. Y como no iba a ser de otra
manera, en estos paisajes que contempla el caminante, aparecen las piedras, los
árboles, los campos, las gentes y por supuesto los cielos cambiantes y
amenazadores de estas tierras, tan duras y tan expresivas. Unos cielos poblados
de nubes gordas y deshilachadas, de nubes blancas, azules, grises y negras, que
el caminante descubre desde un recodo del camino y que aparecen formando líneas,
figuras y volúmenes caprichosos y cambiantes. Nubes gordas y negras, nubes de
verano y de primavera, nubes de algodón y nubes de tormenta, que cruzan muchas tardes
de corrido, dejando luego un cielo completamente azul.
A
los ojos curiosos del caminante tampoco faltan los campos en primavera, con la
tierra en sazón y flores de cien colores. La luz de las tardes de finales de
invierno, que se alarga con un respingo, los almendros floridos sobre las tierras
rojizas y recién labradas, con las casas del pueblo al fondo, bajo un cielo
denso, con nubes huecas y ligeras. En los cruces de los caminos, los peirones
convocan la atención del caminante y obligan a una corta parada, a un respiro y
a una fotografía. En ellos un santo, que llevó vida de santo, o la misma Virgen
del Pilar animan y reconfortan la andada, pues anuncian que no anda lejos el lugar
que sea, con su parroquia, su torre de ladrillo, su casino, su plaza, su fuente
y su ayuntamiento. Santos o Vírgenes que protegen el sembrado y bendicen el
trabajo de los hombres que todavía siguen cultivando sus tierras hasta que las
fuerzas les abandonen.
El
caminante distingue agazapado que por el camino abajo, camino de la vega, un
borrico pasa con su dueño. Las fuerzas flaquean y a la vera del camino es
preciso tomar aliento. Y frente a frente, el hombre confiesa a su compañero de
fatigas y faenas que la vida se les ha ido a los dos, que son viejos para casi
todo, que los años pesan ya como piedras, como cargas de leña, como cajas
llenas de peras o de patatas. Y el borrico atiende a su amo, baja la cabeza y
calla.
Los
ojos del caminante se encuentran con gentes que toman el sol o la sombra en una
calleja o en un carasol. Viejos que van a la huerta o están quemando las ramas
de la poda, viejas que deshacen una chaqueta para hacer otra, pastores que
conocen los cielos y las ovejas con solo mirarles fijamente a los ojos. Tampoco
falta el perro guardián, el borriquillo, el cordero que nace con hambre de
semanas y las ovejas de mirada triste, que comen como si mañana mismo fuera a
acabarse el mundo.
Largas
tardes de largas caminatas llenando los ojos de bellos paisajes. El caminante
de trecho en trecho descansa. Otea el horizonte, busca un encuadre, gira sobre
sí mismo, arde en angustia, el viento acecha, y la tormenta, y el aguacero. Se
sitúa, saca su cámara, hace sus cálculos, espera un rayo de luz que no llega,
espera y espera, se desespera, se levanta de nuevo, mira al cielo y a la
tierra, las nubes pasan, ligeras o pesadas, altas o rasantes, el tiempo también
pasa, el caminante se inquieta, mira el reloj, comienza a andar, se lamenta porque
no le acaba de convencer el paisaje, sigue adelante, mira el cielo y la tierra,
calla y anda, la tarde se apaga lentamente, la luz dorada baja a ras de suelo, de
pronto un campo verde, una luz de costado, unas nubes brillando, el sol que se
cuela, una caseta, un árbol, un girasol abierto, un peirón al lado del
cementerio, un lago de agua en silencio, una ermita blanca, un camino solitario,
una tierra roja y salvaje, calurosa y agreste, unas espigas, unas amapolas, un
río que se cae de cabeza, una emoción, un descubrimiento, una intuición, una composición
llena de armonía, un arco iris que se ve a lo lejos, unos melocotoneros en
flor, unos chopos medio dorados, un almendro salvaje, una calle solitaria, el mismo
polvo del camino…. Y zas, un disparo, y otro, y otro. Eso, confiesa el
caminante, es una verdadera pasada.
La
mirada del caminante se ha detenido esta vez y por orden alfabético, en Alarba,
en Alhama, en Aniñón, en Armantes, en Ateca, en Bijuesca, en Bordalba, en
Calatayud, en Cervera, en Cetina, en Fuentes de Jiloca, en Huérmeda, en Jaraba,
en La Vilueña ,
en Llumes, en Malanquilla, en Maluenda, con
diferentes motivos, para tener contentos a sus vecinos, en Miedes, en Monterde,
en Morata de Jiloca, en Moros, en Munébrega, en Nuévalos, en Olvés, en Pardos y
en Torrelapaja. Unas miradas que compartidas son una verdadera pasada.
El
caminante nos trasmite con su mirada limpia el olor del campo mojado, el calor
de la tarde de primavera, la lluvia que llega de improviso, con rayos y
centellas, el aire que viene y que da la vuelta en un árbol callado, la soledad
de los caminos y de los pueblos medio vacíos, la canción del agua rebelde, el
juego de los pájaros que se persiguen incansables, el latido de los trigales
verdes, la blancura de las ermitas bajo la luz de mayo, de los peirones y de
las tapias del pequeño cementerio, el movimiento de los girasoles con su pesada
cabeza, el silencio de las calles en penumbra, la quietud del cielo cuando
anochece, la frescura de los grandes patios aragoneses, el olor del ganado que
pasta en una ladera con hierba tierna, el aleteo de una hoja amarilla que se
lleva el viento como un suspiro, el relente de la noche de invierno, el hombre
que habla a un borrico que todo lo sabe y todo lo entiende, las conversaciones
de las mujeres que hacen sus labores y la alegría de la vuelta por caminos
conocidos, con el corazón rebosante de luces, de sonidos y de colores.
Pero
tras esta primera mirada, el caminante se sienta y busca nuevos brillos y
nuevos colores a sus recuerdos, en un pasatiempo y en una pasión que casi raya
lo mágico y lo sobrenatural. A José Luis
le gusta trabajar con el negativo digital, buscando nuevos colores y nuevos horizontes
escondidos. Los colores se estiran y se encogen como una goma. A José Luis
Molina no le importa mostrar su método, su truco, su arte de birlibirloque. Muestra
la primera toma y el último retoque y entre los dos media la sabiduría de un
hombre enamorado de su tierra y de la fotografía. Es como dice José Luis, una y
otra vez sin cansarse, una verdadera pasada.