miércoles, 26 de diciembre de 2012

Miradas de Caminante


Francisco Tobajas Gallego

            El pasado día 18 de diciembre, en el salón de actos de Bantierra de Calatayud, tuvo lugar la presentación del libro de fotografía Miradas de caminante, de José Luis Molina Remacha, que ha sido editado por el Centro de Estudios Bilbilitanos. Este libro tiene el merecido honor de inaugurar un «nuevo rumbo» en la colección Calatayud en la fotografía, que va a prestar atención al bello y variado paisaje de la Comarca Comunidad de Calatayud. Por ello la nueva colección que comienza ahora su andadura, se llamará La Comunidad de Calatayud en la Fotografía.

            José Ramón Olalla, en el prólogo de este libro, señala que José Luis Molina comenzó en el mundo de la fotografía hace escasamente ocho o nueve años. Desde entonces le hizo partícipe de su enorme entusiasmo por la fotografía. Ello le llevó a introducirse en el complejo trabajo del procesado digital de fotografías, consiguiendo unos buenos resultados. Esta experiencia la compartió con propios y extraños en foros de internet. Con los años, José Luis Molina ha pasado de aprendiz adelantado a maestro, que enseña y comparte en cursos de imagen y procesado, su experiencia en solitario y autodidacta.


            El caminante José Luis Molina conoce bien los paisajes y los caminos de la comarca de Calatayud, que mira con ojos de caminante, pues dos pasiones se unen y se complementan en él, el senderismo y la fotografía. Y como no iba a ser de otra manera, en estos paisajes que contempla el caminante, aparecen las piedras, los árboles, los campos, las gentes y por supuesto los cielos cambiantes y amenazadores de estas tierras, tan duras y tan expresivas. Unos cielos poblados de nubes gordas y deshilachadas, de nubes blancas, azules, grises y negras, que el caminante descubre desde un recodo del camino y que aparecen formando líneas, figuras y volúmenes caprichosos y cambiantes. Nubes gordas y negras, nubes de verano y de primavera, nubes de algodón y nubes de tormenta, que cruzan muchas tardes de corrido, dejando luego un cielo completamente azul.

            A los ojos curiosos del caminante tampoco faltan los campos en primavera, con la tierra en sazón y flores de cien colores. La luz de las tardes de finales de invierno, que se alarga con un respingo, los almendros floridos sobre las tierras rojizas y recién labradas, con las casas del pueblo al fondo, bajo un cielo denso, con nubes huecas y ligeras. En los cruces de los caminos, los peirones convocan la atención del caminante y obligan a una corta parada, a un respiro y a una fotografía. En ellos un santo, que llevó vida de santo, o la misma Virgen del Pilar animan y reconfortan la andada, pues anuncian que no anda lejos el lugar que sea, con su parroquia, su torre de ladrillo, su casino, su plaza, su fuente y su ayuntamiento. Santos o Vírgenes que protegen el sembrado y bendicen el trabajo de los hombres que todavía siguen cultivando sus tierras hasta que las fuerzas les abandonen.

            El caminante distingue agazapado que por el camino abajo, camino de la vega, un borrico pasa con su dueño. Las fuerzas flaquean y a la vera del camino es preciso tomar aliento. Y frente a frente, el hombre confiesa a su compañero de fatigas y faenas que la vida se les ha ido a los dos, que son viejos para casi todo, que los años pesan ya como piedras, como cargas de leña, como cajas llenas de peras o de patatas. Y el borrico atiende a su amo, baja la cabeza y calla.

            Los ojos del caminante se encuentran con gentes que toman el sol o la sombra en una calleja o en un carasol. Viejos que van a la huerta o están quemando las ramas de la poda, viejas que deshacen una chaqueta para hacer otra, pastores que conocen los cielos y las ovejas con solo mirarles fijamente a los ojos. Tampoco falta el perro guardián, el borriquillo, el cordero que nace con hambre de semanas y las ovejas de mirada triste, que comen como si mañana mismo fuera a acabarse el mundo.

            Largas tardes de largas caminatas llenando los ojos de bellos paisajes. El caminante de trecho en trecho descansa. Otea el horizonte, busca un encuadre, gira sobre sí mismo, arde en angustia, el viento acecha, y la tormenta, y el aguacero. Se sitúa, saca su cámara, hace sus cálculos, espera un rayo de luz que no llega, espera y espera, se desespera, se levanta de nuevo, mira al cielo y a la tierra, las nubes pasan, ligeras o pesadas, altas o rasantes, el tiempo también pasa, el caminante se inquieta, mira el reloj, comienza a andar, se lamenta porque no le acaba de convencer el paisaje, sigue adelante, mira el cielo y la tierra, calla y anda, la tarde se apaga lentamente, la luz dorada baja a ras de suelo, de pronto un campo verde, una luz de costado, unas nubes brillando, el sol que se cuela, una caseta, un árbol, un girasol abierto, un peirón al lado del cementerio, un lago de agua en silencio, una ermita blanca, un camino solitario, una tierra roja y salvaje, calurosa y agreste, unas espigas, unas amapolas, un río que se cae de cabeza, una emoción, un descubrimiento, una intuición, una composición llena de armonía, un arco iris que se ve a lo lejos, unos melocotoneros en flor, unos chopos medio dorados, un almendro salvaje, una calle solitaria, el mismo polvo del camino…. Y zas, un disparo, y otro, y otro. Eso, confiesa el caminante, es una verdadera pasada.

            La mirada del caminante se ha detenido esta vez y por orden alfabético, en Alarba, en Alhama, en Aniñón, en Armantes, en Ateca, en Bijuesca, en Bordalba, en Calatayud, en Cervera, en Cetina, en Fuentes de Jiloca, en Huérmeda, en Jaraba, en La Vilueña, en Llumes, en Malanquilla, en  Maluenda, con diferentes motivos, para tener contentos a sus vecinos, en Miedes, en Monterde, en Morata de Jiloca, en Moros, en Munébrega, en Nuévalos, en Olvés, en Pardos y en Torrelapaja. Unas miradas que compartidas son  una verdadera pasada.

            El caminante nos trasmite con su mirada limpia el olor del campo mojado, el calor de la tarde de primavera, la lluvia que llega de improviso, con rayos y centellas, el aire que viene y que da la vuelta en un árbol callado, la soledad de los caminos y de los pueblos medio vacíos, la canción del agua rebelde, el juego de los pájaros que se persiguen incansables, el latido de los trigales verdes, la blancura de las ermitas bajo la luz de mayo, de los peirones y de las tapias del pequeño cementerio, el movimiento de los girasoles con su pesada cabeza, el silencio de las calles en penumbra, la quietud del cielo cuando anochece, la frescura de los grandes patios aragoneses, el olor del ganado que pasta en una ladera con hierba tierna, el aleteo de una hoja amarilla que se lleva el viento como un suspiro, el relente de la noche de invierno, el hombre que habla a un borrico que todo lo sabe y todo lo entiende, las conversaciones de las mujeres que hacen sus labores y la alegría de la vuelta por caminos conocidos, con el corazón rebosante de luces, de sonidos y de colores.

            Pero tras esta primera mirada, el caminante se sienta y busca nuevos brillos y nuevos colores a sus recuerdos, en un pasatiempo y en una pasión que casi raya lo  mágico y lo sobrenatural. A José Luis le gusta trabajar con el negativo digital, buscando nuevos colores y nuevos horizontes escondidos. Los colores se estiran y se encogen como una goma. A José Luis Molina no le importa mostrar su método, su truco, su arte de birlibirloque. Muestra la primera toma y el último retoque y entre los dos media la sabiduría de un hombre enamorado de su tierra y de la fotografía. Es como dice José Luis, una y otra vez sin cansarse, una verdadera pasada.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

LA COMUNIDAD DE ALDEAS DE CALATAYUD EN LA EDAD MEDIA



Francisco Tobajas Gallego

            El pasado 13 de diciembre tuvo lugar en el Salón de Actos de Bantierra de Calatayud, la presentación del libro La Comunidad de Aldeas de Calatayud en la Edad Media, de José Luis Corral Lafuente. Este libro ha sido editado por el Centro de Estudios Bilbilitanos, de la Institución Fernando el Católico, en colaboración con la Comunidad de Calatayud y la Diputación Provincial de Zaragoza.

            Este libro es el estudio más completo publicado hasta el día de hoy dedicado a la Comunidad de Aldeas, que carecía de una monografía que explicara su origen y sus estructuras políticas y administrativas, así como sus órganos de gobierno, sus estatutos y reglamentos. Esta nueva publicación tiene su origen en una investigación que llevó a cabo el autor, junto a María José Sánchez-Usón, que se trasladó a dos estudios publicados en las actas del I Encuentro de Estudios Bilbilitanos, 1983, dedicados a las Sesmas de la Comunidad de Calatayud, como modelo de ordenación territorial en los siglos XV y XVI, y al Catálogo del desaparecido archivo de la Comunidad de Calatayud, que se conservaba en una sala anexa a la iglesia de San Miguel de Maluenda, al menos hasta principios del siglo XIX.

            La Comunidad de Aldeas se dividía en seis sesmas, que correspondían a los seis ríos que la siguen surcando. Sesma del río Jiloca, sesma del río de Miedes (por el Perejiles), sesma del río de la Cañada (por el Ribota), sesma del río Berdejo (por el Manubles), sesma del río de Ibdes (por el Piedra) y sesma del río Jalón.

            La composición de este desaparecido archivo de la Comunidad, se conoce por dos libros de registros que se conservan en el Archivo Municipal de Calatayud, fechados en 1621 y 1672. El archivo de la Comunidad de Aldeas estaba ordenado en diez secciones.

            En el asedio de Bayona, Alfonso I concedió fuero a Calatayud en 1131, sobre el cual, según José Luis Corral, falta un estudio profundo y completo del mismo. Así el 26 de diciembre de 1131, el rey hizo donación a la entonces villa de Calatayud de un amplio territorio dentro de unos límites, que estaba sujeto al señorío jurisdiccional de Calatayud, cuyo Concejo actuó como un verdadero señor feudal. Para favorecer la repoblación de aquellas tierras de frontera, el rey concedió amplios privilegios, derechos y libertades a los pobladores, ratificando la libertad y la igualdad de todos ellos, con libertad de culto y de mercado, defendiendo radicalmente la propiedad privada.

            En 1182 el Papa Lucio III, concedió una bula por la que adjudicaba el patronato de las iglesias de Calatayud a las aldeas de su término, cuando aún no se había constituido la Comunidad. Esta concesión de las rentas de las iglesias de las aldeas a las parroquias de la villa, fue germen de posteriores conflictos.

            La Comunidad de Aldeas no nació con el fuero de Calatayud, sino un siglo más tarde, con la agrupación de varias aldeas, con la intención de conseguir más autonomía de la villa de Calatayud. El primer documento en el que aparece el término de Comunidad data en 1251. El 20 de marzo de 1254 el rey Jaime I eximía a los hombres de las aldeas de Calatayud el pago de «costas ni gastos, contribuciones ni servicios con la ciudad de Calatayud, sino que sean en beneficio y utilidad de ellas mismas». Con ello les concedía una verdadera autonomía fiscal frente al Concejo de la villa, del que habían dependido hasta entonces. Y así, entre 1255 y principios del siglo XIV, las aldeas de la Comunidad fueron ganando poco a poco más autonomía. En 1323 las aldeas ya estaban plenamente constituidas en Comunidad, o sea, en una universidad autónoma de realengo, ejerciendo una jurisdicción plena, que mantendrán hasta 1707, con la imposición de los Decretos de Nueva Planta.

            Calatayud no quiso perder sus privilegios de dominio señorial sobre sus aldeas y les siguió exigiendo el pago de impuestos. Pero el 13 de febrero de 1269, el rey Jaime I, estando en Calatayud, concedió a los habitantes de las aldeas de la Comunidad que no pagasen 300 sueldos a los acreedores y escribanos de la villa, y que no contribuyeran a los gastos que no fueran en beneficio  de la propia Comunidad. En septiembre de este mismo año de 1269, el infante don Pedro confirmaba que la Comunidad no tenía que contribuir a pagar los gastos de la villa de Calatayud. En 1296 Jaime II declaraba que la Comunidad era libre para tener términos propios, usar sus pastos y poseer hornos, molinos, dehesas y heredades.

            La Comunidad se gobernaba por un concejo de oficiales, a modo de las grandes villas y ciudades del reino. Para ser oficial de la Comunidad de Aldeas de Calatayud debían cumplir dos condiciones: estar avencindado en alguna de las aldeas y ser pechero. En octubre de 1439, la reina doña María añadió dos condiciones más a las ya apuntadas, como era acreditar que se había acudido a las casas de la Comunidad y a las juntas o plegas celebradas en los dos últimos años, y tener su propia cabalgadura.

            El oficial principal se llamaba Procurador General, cargo creado hacia 1250. Se ayudaba de un alguacil, de un regidor de sesma y de varios comisarios. La Comunidad tenía también un cuerpo propio de notarios. El Justicia de Calatayud fue el único oficial que conservó sus prerrogativas sobre las aldeas. Tanto Calatayud como las aldeas, como lugares de realengo, mantenían los oficiales reales, como el merino y el baile.

            La Comunidad cobraba las pechas a sus aldeas, a las que se les asignaba un número de puestas. Cada puesta equivalía a 16 vecinos. Las sisas eran impuestos sobre comestibles. También recaudaba de los terratenientes. La Comunidad también tenía en alquiler algunas propiedades, disponiendo de censales e ingresos por décimas, primicias y cuartos. Con todo ello la Comunidad hacía frente a sus contribuciones, siendo la monarquía la beneficiaria más importante.

            La población total de la Comunidad de Calatayud debió oscilar entre los 25.000 y los 30.000 habitantes en los siglos XIV y XV, con grandes oscilaciones a causa de las pestes y las guerras. En el siglo XV sólo había población mudéjar en Alhama, Terrer, Santos, Embid, Saviñán y Paracuellos de la Ribera. En 1319 algunos mudéjares de Saviñán, cuya morería era de señorío, acudieron a repoblar el lugar de Salillas. La morería de Saviñán perteneció a los condes de Luna, pero en 1416 Alfonso V la donó a Hernando de Sayas. La Comunidad la compró a su viuda en 1434. En 1495 sólo quedaban mudéjares en Terrer y Saviñán.

            El libro incluye un CD con un interesante apéndice documental.

            José Luis Corral propuso a las autoridades allí presentes, como  colofón a la conmemoración del Sexto Centenario del Compromiso de Caspe, la celebración de un acto en Calatayud, donde tuvo lugar una primera reunión, que más tarde daría lugar a la Concordia de Alcañiz y culminaría con el Compromiso de Caspe de 1412. El profesor Corral también consideró la necesidad de reescribir la historia de Calatayud, a la luz de los nuevos conocimientos, propuesta que ya dejó caer en la presentación de las actas del VIII Encuentro de Estudios Bilbilitanos.

lunes, 17 de diciembre de 2012