LA PEQUEÑA LLAMA
Por: Francisco Tobajas Gallego
El pasado 17 de octubre se presentó en Calatayud el libro de poesía La pequeña llama, de la poeta melillense Nieves Muriel, ganador de la IV edición del Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz. Este premio, que se concede cada dos años, está patrocinado por el Ayuntamiento de Calatayud, el Centro de Estudios Bilbilitanos, la Diputación de Zaragoza y la UNED de Calatayud. Como reconoció Pilar Trell, Concejala de Cultura del Ayuntamiento de Calatayud, que hizo la presentación, este «galardón sitúa a la ciudad bilbilitana en una posición privilegiada en el panorama poético nacional e internacional». En aquella ocasión concurrieron un total de 212 originales, procedentes de España y de diversos países europeos y americanos. Tras una primera fase de selección, quedaron 21 finalistas. El jurado nombrado para la ocasión, acordó por unanimidad premiar La pequeña llama «por el aire limpio de su voz y por su hondura intencionadamente humilde, creadora de amplias emociones poéticas y humanas». Para el jurado se trataba de un «libro con encanto, que expresa un conjunto de sentimientos, ideas y reflexiones que son la realidad misma transformada en belleza».
La pequeña llama toma el título de unos versos de Juana de Ibarbourou, «que valoran la emoción de lo pequeño». Este libro entronca también con la lírica tradicional, con la cultura andalusí y árabe, y con la corriente feminista. En él los «poemas combinan acertadamente la sinceridad con cierta ingenuidad voluntaria para alcanzar la luz de la palabra y de la vida». En su presentación, José Verón destacó de este libro su naturalidad, su originalidad y su encanto. En la poesía de Nieves Muriel, como en la de Pepe Verón, también hay temas recurrentes, como el viento y el paso del tiempo.
La poeta todavía se encontraba un tanto incrédula por el premio conseguido, pero a la vez se sentía muy halagada por haberlo conseguido y muy agradecida a Calatayud, la ciudad que lo convocaba y se lo había otorgado. Recordaba su primer viaje a esta ciudad hace un año y su primera y grata impresión de Calatayud, que guardaba una cierta semejanza con su tierra melillense, un verdadero crisol de razas y culturas. Por todo aquello, aseguró emocionada, siempre se sentiría en deuda con esta ciudad de las torres y de las tres culturas.
La autora reconoce que escribió este libro, en la penumbra tocada de alegría, que escribía María Zambrano, «muy despacio en un cuaderno amarillo y así se le llamó durante un tiempo, mientras pasaba de mano en mano, acabado y a la espera de que le llegase su verdadero nombre». Y añade: «A este libro el nombre le llegó de aquel lado, en una playa llamada Mar Chica en la Bocana, frente a las llanuras de Bu Arg durante una estancia inolvidable, mientras releía a la querida María Zambrano y a Juana de Ibarbourou». Pero aquel libro del ayer, de un pasado todavía no tan lejano, veía ahora la luz en un tiempo distinto, en el ahora inmediato, que nos convocaba a todos a su renacimiento.
La poeta ama las cosas pequeñas, casi intrascendentes. El mundo da miedo, la enfermedad preocupa, el dinero puede que no llegue a cubrir las necesidades de todo un mes, las arañas torpes cruzan la mesa llena de papeles con mucha paciencia y diligencia, pero el mundo puede esperar todavía. Las cerezas robadas están aún ácidas, pero saben a fruta nueva y calman la impaciencia. Todavía es hoy y hay que aprovechar las horas escribiendo en una mesa recién pintada o leyendo en una cama turca, con un fondo de coches y lavadoras automáticas, cantando una pequeña nana al viento del este y otra nana al viento del oeste, al viento que levanta las faldas, al viento que hace bailar a las palmeras, que levanta la tierra de las planicies resecas y se lleva el sombrero de palma hecho en Adouz, al viento que trae el olor y el murmullo del zoco de mujeres de Izemmouren en domingo, de las sandías y de las almendras de Berkhane, de los tomates de Trara, de las naranjas dulces, de los dátiles maduros, del té de media tarde, con el olor manso de las cabras y de los burros. A la brisa fresca que llega del mar que no tiene nombre, desde el puerto de Alhoicemas, al viento al que se cantan de memoria unos versos, que inclina los juncos y el espino, las jaras y la cola de caballo de las llanuras de Bu Arg, la cebada y los olivos milenarios. Al viento que roba el olor de los besos y de las rosas de abril por las calles, siguiendo el oscuro callejón del Ángel, tras las tapias del patio de las monjas. Al viento que se lleva en volandas las palabras, los nombres, los afanes y nos deja el recuerdo, la nostalgia y un poema que atesora un cuaderno de tapas azules o de tapas amarillas. Las mujeres cantan nanas al viento, mientras trabajan cantando, mientras viven cantando, vistiendo una vieja falda que se sabe la Aurora de María Zambrano de memoria, una falda azul que guarda secretos y remiendos, mientras los hombres lamen ombligos y dejan de hablar de la guerra mientras comen cordero un día de boda.
La poeta se retrata a sí misma como la mujer biológica más lenta de este lado del río. También nos dice que fue locuaz, infiel y desobediente y no llegaba a alcanzar «nunca las palabras». Es una mujer con todas las consecuencias y, sin dejar de serlo, puede ser mil o un millón de mujeres «superpuestas en otras dimensiones». La poeta busca «caminos con corazón y sin fuego, veredas desbrozadas y vueltas a cubrir por las sombras del miedo, sin miedo y sin palabras». Confiesa que le gustan las mujeres que no son como las rosas y los hombres, biológicamente hablando, que son como las rosas. «Tocarlos. Apretarlos. Sentir su pecho junto al mío y el latido del pájaro que duerme en sus pezones».
Las muchachas guardan sus secretos en el corazón, mientas hilvanan el bajo de una falda, mientras cantan al viento y a las olas del mar de Alborán, mientras se quitan las sandalias y la falda y esperan desnudas a sus amantes que regresan de Badis o de donde Abd-lkader, mientras la cebada de marzo se acuna con el viento de marzo, bajo el cielo de marzo, bajo la luna de marzo en el Rif, al borde de los bosques de algarrobos, donde corren los niños que una vez se quisieron. Pero el «tiempo de la dicha no perdura». Los abrazos se dieron, se compartieron y un buen día los amantes se fueron en un barco, cruzando el mar sin pasaporte. Sin embargo otros hombres y mujeres llegan todos los días a la frontera, se miran como si ya se conocieran, los ojos los delatan, pero las palabras que no se han pronunciado se convierten en versos y añoranzas. Tierra de frontera, tierra de paso de un mundo a otro, tierra de dioses ensimismados, tierra sin tierra frente a un mar que deslumbra. El cielo azul, el mar que cabe en una caracola, la luz que ciega, el aire caliente que arrastra una nube de polvo del desierto, las calles estrechas donde la vida pasa como las nubes, las canciones que cantan las mujeres desde que el mundo es mundo y esas pequeñas llamas que alumbran apenas unas horas de la noche, de las largas noches de los hombres. Poesía, señores, «Poesía puede ser cualquier cosa. Hay que ponerse las gafas de poeta y de mirar el mundo de otra manera». Modos y maneras. Dioptría y poesía.
Como despedida, la poeta recitó de memoria sus poemas al viento y se liberó completamente de ellos. Ya no eran suyos, ya no le pertenecían por completo, ya eran nuestros, ya eran de todos. Y entonces los pudimos leer cara al viento, en una tarde oscura que aún no era mañana.
jueves, 21 de noviembre de 2013
Presentación del libro "La pequeña llama"
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Presentación del libro la Escultura Romanista en la Comunidad de Calatayud
LA ESCULTURA ROMANISTA EN LA COMARCA DE LA COMUNIDAD DE CALATAYUD Y SU ÁREA DE INFLUENCIA. 1589-1639
Por: Francisco Tobajas Gallego
El pasado 15 de octubre, coincidiendo con el día de la Patrona de la Comarca Comunidad de Calatayud, Santa Teresa de Jesús, tuvo lugar la presentación en la sede de la Comarca Comunidad de Calatayud del libro La escultura romanista en la Comarca de la Comunidad de Calatayud y su área de influencia. 1589-1639, de Jesús Criado Mainar. El autor estuvo acompañado por el Presidente del Centro de Estudios Bilbilitanos, Manuel Micheto, por el Presidente de la Comarca Comunidad de Calatayud, Fernando Vicén, por el Consejero de Cultura y Deportes, Fernando Duce, y por José Luis Cortés, asesor de Presidencia de la Comarca Comunidad de Calatayud. Jesús Criado Mainar, profesor de Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, ha podido llevar a cabo este impresionante trabajo, gracias a la licencia sabática que el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza le concedió para el Curso Académico 2011-2012. El libro, que el autor dedica a la memoria de Agustín Sanmiguel y Ana Isabel Pétriz, ha sido editado conjuntamente por el Centro de Estudios Bilbilitanos y por la Comarca Comunidad de Calatayud.
El Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, impulsó una revisión y reafirmación de los principales dogmas de fe del catolicismo, que dará lugar a la llamada Contrarreforma, que intentará frenar la reforma protestante. A finales del siglo XVI y comienzos del XVII se instalarían en Calatayud, cabeza de un extenso y rico arcedianado, varias órdenes religiosas, como los jesuitas, capuchinos, carmelitas descalzos, dominicos o agustinos descalzos. El arte religioso se convirtió entonces en una importante herramienta para el adoctrinamiento de los fieles. También el retablo escultórico deberá actualizarse a los nuevos tiempos. El punto de partida de esta nueva modalidad será el retablo de la catedral de Astorga, debido a Gaspar Becerra que, tras su larga estancia en Florencia y en Roma, volverá a España en 1557, incorporando una nueva manera de trabajar el retablo escultórico. Se basaba en una aplicación rigurosa de los principios de la arquitectura clásica, que ya había visto en varias obras de Miguel Ángel. Juan de Anchieta será el introductor de este nuevo lenguaje de Miguel Ángel en la escultura aragonesa. Esta nueva corriente romanista no se consolidaría en Aragón hasta los años noventa del siglo XVI. En Calatayud su referente será el escultor Pedro Martínez el Viejo, hijo de Juan Martín de Salamanca. En 1590 llegó a Calatayud el ensamblador Jaime Viñola, oriundo de Granollers, que aportó los nuevos modos miguelangescos. En este proceso de cambio, el retablo de San Clemente de La Muela será un eslabón fundamental. Este retablo parece ser anterior a la mayoría de obras llevadas a cabo en Zaragoza, Huesca o Tarazona, lo que indica la importancia de los talleres de Calatayud, que trabajaron en lo que es hoy Comarca Comunidad de Calatayud, Comarca del Aranda, Tarazona, Campo de Daroca y Jiloca, Albalate del Arzobispo y algunas poblaciones del obispado de Sigüenza, como Milmarcos y Luzón.
Este tardío desarrollo en Aragón del retablo escultórico romanista, dificultó la progresión del retablo escurialense, o última modalidad clasicista del Renacimiento.
Las autoridades religiosas bilbilitanas, cumpliendo los mandatos del Concilio de Trento, se esforzaron en divulgar los dogmas que rebatían los reformadores. De esta manera se dio mayor visibilidad al culto a la Eucaristía, con nuevas capillas sacramentales, alentado la fundación de cofradías de la Minerva y dando respaldo a los milagros eucarísticos, obrados en el Monasterio de Piedra, Paracuellos de Jiloca, La Vilueña y Aniñón. Apenas han llegado a nosotros arquetas para el Santísimo Sacramento el día del Jueves Santo, en cambio se han encontrado abundantes citas para la realización de peanas para procesionar al Sacramento el día del Corpus Christi. La Orden de Predicadores, asentada en Calatayud y en Gotor, extendió el rezo del Santo Rosario, con el apoyo de numerosas cofradías, alentando también la fundación de hermandades dedicadas al Dulce Nombre de Jesús. La Compañía de Jesús también se colocó, desde su fundación, bajo la protección del Nombre de Cristo. El Papa dominico Pío V proclamó en 1571 la fiesta del Rosario, al atribuir a este rezo y a la intercesión de la Virgen la victoria de la Santa Liga sobre la armada turca en el golfo de Lepanto, que confirmaría en 1573 Gregorio XIII. Los jesuitas propagaron el culto a San Ignacio y a San Francisco Javier. También se potenció el culto a los santos locales y a sus reliquias, como San Iñigo de Oña, San Pedro Bautista, San Millán, San Félix y Santa Regula, o San Pascual Bailón.
En 1592 las autoridades municipales de Calatayud pidieron a la corona que unificara las colegiatas de Santa María la Mayor, Santo Sepulcro y Santa María de la Peña, al objeto de fundar en Santa María una nueva diócesis. Este deseo parece que contaba con el beneplácito del obispo Cerbuna, que fallecería en Calatayud en 1597. En 1593 ya estaba en Calatayud el arquitecto Gaspar de Villaverde, que participará en la reforma del templo del Santo Sepulcro, en la desaparecida capilla de las dominicas y quizá en el diseño de Santa María la Mayor.
Otros asuntos tratados por los artistas romanistas serán el Tránsito de la Virgen, su Asunción a los cielos y su Coronación por la Trinidad, el culto a la Virgen de la cama, y al Cristo Crucificado. A finales del siglo XVI, dentro del ámbito de la escultura romanista, tuvo lugar una importante renovación de esta tipología, cuyo punto de partida es el Crucificado que corona el retablo mayor de la catedral de Astorga, atribuido ahora a Juan de Anchieta, que llevó a cabo otras versiones. Juan Martínez el Viejo debió conocer estas piezas y también el Cristo de Gracia, del retablo de Santa Engracia de Zaragoza, hoy en la parroquia de Pradilla de Ebro, pues existe una relación estrecha con los calvarios del retablo de la catedral de Tarazona y de la colegiata de Daroca, debidos a este importante escultor bilbilitano.
En la evolución del retablo romanista, el autor distingue tres etapas. La primera, que se desarrolla entre 1589 y 1612, coincide con la actividad de Pedro Martínez el Viejo y la llegada a Calatayud de Jaime Viñola, y con el inicio del retablo mayor de la parroquia de San Clemente de La Muela. A estos dos artistas se debe el retablo mayor de la catedral de Santa María de la Huerta de Tarazona, costeado por el obispo fray Diego de Yepes. Este encargo «acredita tanto la supremacía a nivel diocesano de los talleres de la ciudad del Jalón como el considerable prestigio de que gozaban estos dos artífices». La segunda etapa, hacia 1612-1614, coincide con el retablo de Santa María la Mayor, que se encargó a Jaime Viñola y al escultor Pedro de Jáuregui, yerno de Pedro Martínez el Viejo, que debió fallecer a finales de 1609 o primeros de 1610. La tercera etapa comienza en los años veinte y tiene su colofón entre 1637 y 1639, fechas en que se materializa el retablo de la parroquia de Milmarcos.
A partir de los años veinte aparece una nueva generación de artistas, como el ensamblador Antonio Bastida, yerno de Viñola, el escultor Bernardino Vililla, que se había formado con Jáuregui, o el ensamblador Pedro Virto, que colaboraría estrechamente con los anteriores. Por estos años veinte, que marca el inicio de esta tercera etapa, se llevarían a cabo los retablos de la colegial del Santo Sepulcro de Calatayud, con el patrocinio del prior Juan de Rebolledo y Palafox.
Después de tratar la evolución del retablo romanista, el autor añade unas interesantes y bien documentadas notas biográficas de los más importantes artistas bilbilitanos. Pedro Martínez el Viejo tenía su sede en la parroquia de San Andrés de Calatayud. Colaboraría con el ensamblador Jaime Viñola y con los pintores Miguel Celaya, Francisco Ruiseco y Francisco Florén. Su hijo, Pedro Martínez el Joven, continuaría con la tradición familiar.
Lope García de Tejada formó parte del taller de Juan Martín de Salamanca, que ejecutó el retablo de la parroquial de Valtierra, a partir de septiembre de 1577. Aunque aparece documentado como mazonero, parece ser que era escultor, especializado en imágenes de bulto.
Jaime Viñola, natural de Granollers, será el ensamblador más importante en los talleres romanistas bilbilitanos. Se estableció en la Rúa, parroquia de San Pedro de los Francos. A partir de 1620 establecería una estrecha relación personal y profesional con el ensamblador Antonio Bastida, llegado de Sangüesa, que casaría con su hija. Pertenecería a este mismo taller el mazonero Pedro Virto, que luego se independizaría. Jaime Viñola colaboró primeramente con los escultores Pedro de Jáuregui y Pedro Martínez, y con el pintor Francisco Florén. Al final de su carrera compartió trabajos con el escultor Francisco del Condado, oriundo de Ateca.
Pedro de Jáuregui casó con una de las hijas de Pedro Martínez el Viejo, y a la muerte de su suegro, se hizo cargo de su taller. Bernardino Vililla destacó como escultor en las décadas centrales del siglo XVII.
Este libro, con numerosas y excelentes fotografías a color, recoge también una exhaustiva bibliografía sobre el tema tratado, un no menos interesante apéndice documental, un listado de ilustraciones y dos índices, uno de artistas y otro de lugares y piezas.
Por: Francisco Tobajas Gallego
El pasado 15 de octubre, coincidiendo con el día de la Patrona de la Comarca Comunidad de Calatayud, Santa Teresa de Jesús, tuvo lugar la presentación en la sede de la Comarca Comunidad de Calatayud del libro La escultura romanista en la Comarca de la Comunidad de Calatayud y su área de influencia. 1589-1639, de Jesús Criado Mainar. El autor estuvo acompañado por el Presidente del Centro de Estudios Bilbilitanos, Manuel Micheto, por el Presidente de la Comarca Comunidad de Calatayud, Fernando Vicén, por el Consejero de Cultura y Deportes, Fernando Duce, y por José Luis Cortés, asesor de Presidencia de la Comarca Comunidad de Calatayud. Jesús Criado Mainar, profesor de Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, ha podido llevar a cabo este impresionante trabajo, gracias a la licencia sabática que el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza le concedió para el Curso Académico 2011-2012. El libro, que el autor dedica a la memoria de Agustín Sanmiguel y Ana Isabel Pétriz, ha sido editado conjuntamente por el Centro de Estudios Bilbilitanos y por la Comarca Comunidad de Calatayud.
El Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, impulsó una revisión y reafirmación de los principales dogmas de fe del catolicismo, que dará lugar a la llamada Contrarreforma, que intentará frenar la reforma protestante. A finales del siglo XVI y comienzos del XVII se instalarían en Calatayud, cabeza de un extenso y rico arcedianado, varias órdenes religiosas, como los jesuitas, capuchinos, carmelitas descalzos, dominicos o agustinos descalzos. El arte religioso se convirtió entonces en una importante herramienta para el adoctrinamiento de los fieles. También el retablo escultórico deberá actualizarse a los nuevos tiempos. El punto de partida de esta nueva modalidad será el retablo de la catedral de Astorga, debido a Gaspar Becerra que, tras su larga estancia en Florencia y en Roma, volverá a España en 1557, incorporando una nueva manera de trabajar el retablo escultórico. Se basaba en una aplicación rigurosa de los principios de la arquitectura clásica, que ya había visto en varias obras de Miguel Ángel. Juan de Anchieta será el introductor de este nuevo lenguaje de Miguel Ángel en la escultura aragonesa. Esta nueva corriente romanista no se consolidaría en Aragón hasta los años noventa del siglo XVI. En Calatayud su referente será el escultor Pedro Martínez el Viejo, hijo de Juan Martín de Salamanca. En 1590 llegó a Calatayud el ensamblador Jaime Viñola, oriundo de Granollers, que aportó los nuevos modos miguelangescos. En este proceso de cambio, el retablo de San Clemente de La Muela será un eslabón fundamental. Este retablo parece ser anterior a la mayoría de obras llevadas a cabo en Zaragoza, Huesca o Tarazona, lo que indica la importancia de los talleres de Calatayud, que trabajaron en lo que es hoy Comarca Comunidad de Calatayud, Comarca del Aranda, Tarazona, Campo de Daroca y Jiloca, Albalate del Arzobispo y algunas poblaciones del obispado de Sigüenza, como Milmarcos y Luzón.
Este tardío desarrollo en Aragón del retablo escultórico romanista, dificultó la progresión del retablo escurialense, o última modalidad clasicista del Renacimiento.
Las autoridades religiosas bilbilitanas, cumpliendo los mandatos del Concilio de Trento, se esforzaron en divulgar los dogmas que rebatían los reformadores. De esta manera se dio mayor visibilidad al culto a la Eucaristía, con nuevas capillas sacramentales, alentado la fundación de cofradías de la Minerva y dando respaldo a los milagros eucarísticos, obrados en el Monasterio de Piedra, Paracuellos de Jiloca, La Vilueña y Aniñón. Apenas han llegado a nosotros arquetas para el Santísimo Sacramento el día del Jueves Santo, en cambio se han encontrado abundantes citas para la realización de peanas para procesionar al Sacramento el día del Corpus Christi. La Orden de Predicadores, asentada en Calatayud y en Gotor, extendió el rezo del Santo Rosario, con el apoyo de numerosas cofradías, alentando también la fundación de hermandades dedicadas al Dulce Nombre de Jesús. La Compañía de Jesús también se colocó, desde su fundación, bajo la protección del Nombre de Cristo. El Papa dominico Pío V proclamó en 1571 la fiesta del Rosario, al atribuir a este rezo y a la intercesión de la Virgen la victoria de la Santa Liga sobre la armada turca en el golfo de Lepanto, que confirmaría en 1573 Gregorio XIII. Los jesuitas propagaron el culto a San Ignacio y a San Francisco Javier. También se potenció el culto a los santos locales y a sus reliquias, como San Iñigo de Oña, San Pedro Bautista, San Millán, San Félix y Santa Regula, o San Pascual Bailón.
En 1592 las autoridades municipales de Calatayud pidieron a la corona que unificara las colegiatas de Santa María la Mayor, Santo Sepulcro y Santa María de la Peña, al objeto de fundar en Santa María una nueva diócesis. Este deseo parece que contaba con el beneplácito del obispo Cerbuna, que fallecería en Calatayud en 1597. En 1593 ya estaba en Calatayud el arquitecto Gaspar de Villaverde, que participará en la reforma del templo del Santo Sepulcro, en la desaparecida capilla de las dominicas y quizá en el diseño de Santa María la Mayor.
Otros asuntos tratados por los artistas romanistas serán el Tránsito de la Virgen, su Asunción a los cielos y su Coronación por la Trinidad, el culto a la Virgen de la cama, y al Cristo Crucificado. A finales del siglo XVI, dentro del ámbito de la escultura romanista, tuvo lugar una importante renovación de esta tipología, cuyo punto de partida es el Crucificado que corona el retablo mayor de la catedral de Astorga, atribuido ahora a Juan de Anchieta, que llevó a cabo otras versiones. Juan Martínez el Viejo debió conocer estas piezas y también el Cristo de Gracia, del retablo de Santa Engracia de Zaragoza, hoy en la parroquia de Pradilla de Ebro, pues existe una relación estrecha con los calvarios del retablo de la catedral de Tarazona y de la colegiata de Daroca, debidos a este importante escultor bilbilitano.
En la evolución del retablo romanista, el autor distingue tres etapas. La primera, que se desarrolla entre 1589 y 1612, coincide con la actividad de Pedro Martínez el Viejo y la llegada a Calatayud de Jaime Viñola, y con el inicio del retablo mayor de la parroquia de San Clemente de La Muela. A estos dos artistas se debe el retablo mayor de la catedral de Santa María de la Huerta de Tarazona, costeado por el obispo fray Diego de Yepes. Este encargo «acredita tanto la supremacía a nivel diocesano de los talleres de la ciudad del Jalón como el considerable prestigio de que gozaban estos dos artífices». La segunda etapa, hacia 1612-1614, coincide con el retablo de Santa María la Mayor, que se encargó a Jaime Viñola y al escultor Pedro de Jáuregui, yerno de Pedro Martínez el Viejo, que debió fallecer a finales de 1609 o primeros de 1610. La tercera etapa comienza en los años veinte y tiene su colofón entre 1637 y 1639, fechas en que se materializa el retablo de la parroquia de Milmarcos.
A partir de los años veinte aparece una nueva generación de artistas, como el ensamblador Antonio Bastida, yerno de Viñola, el escultor Bernardino Vililla, que se había formado con Jáuregui, o el ensamblador Pedro Virto, que colaboraría estrechamente con los anteriores. Por estos años veinte, que marca el inicio de esta tercera etapa, se llevarían a cabo los retablos de la colegial del Santo Sepulcro de Calatayud, con el patrocinio del prior Juan de Rebolledo y Palafox.
Después de tratar la evolución del retablo romanista, el autor añade unas interesantes y bien documentadas notas biográficas de los más importantes artistas bilbilitanos. Pedro Martínez el Viejo tenía su sede en la parroquia de San Andrés de Calatayud. Colaboraría con el ensamblador Jaime Viñola y con los pintores Miguel Celaya, Francisco Ruiseco y Francisco Florén. Su hijo, Pedro Martínez el Joven, continuaría con la tradición familiar.
Lope García de Tejada formó parte del taller de Juan Martín de Salamanca, que ejecutó el retablo de la parroquial de Valtierra, a partir de septiembre de 1577. Aunque aparece documentado como mazonero, parece ser que era escultor, especializado en imágenes de bulto.
Jaime Viñola, natural de Granollers, será el ensamblador más importante en los talleres romanistas bilbilitanos. Se estableció en la Rúa, parroquia de San Pedro de los Francos. A partir de 1620 establecería una estrecha relación personal y profesional con el ensamblador Antonio Bastida, llegado de Sangüesa, que casaría con su hija. Pertenecería a este mismo taller el mazonero Pedro Virto, que luego se independizaría. Jaime Viñola colaboró primeramente con los escultores Pedro de Jáuregui y Pedro Martínez, y con el pintor Francisco Florén. Al final de su carrera compartió trabajos con el escultor Francisco del Condado, oriundo de Ateca.
Pedro de Jáuregui casó con una de las hijas de Pedro Martínez el Viejo, y a la muerte de su suegro, se hizo cargo de su taller. Bernardino Vililla destacó como escultor en las décadas centrales del siglo XVII.
Este libro, con numerosas y excelentes fotografías a color, recoge también una exhaustiva bibliografía sobre el tema tratado, un no menos interesante apéndice documental, un listado de ilustraciones y dos índices, uno de artistas y otro de lugares y piezas.
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